miércoles, 28 de octubre de 2015

Secuestrado (I)

Desde luego no lo juraría ante un juez, por lo que pueda pasar, pero sí que puedo justificar mi prologanda ausencia de estas páginas de forma contundente, veréis... No hacía ni una semana que mi pequeño retoño había nacido. Un día que iba a comprar pañales, justo antes de colgar la siguiente historia de este humilde blog cuando, una furgoneta negra paró a mi lado y bajaron unos tipos que me inmobilizaron y golperon, me pusieron una bolsa negra en la cabeza y me metieron en el vehículo violentamente. Luché como un león; patee, mordí, arañé, golpee, pero era varios y yo peleaba a ciegas, al final, el agotamiento me rindió. 

Tras unas horas de camino el vehículo se detuvo. Me bajaron a empujones, no podía ver nada, pero olía a tierra mojada, se escuchaba un río y una letanía de gritos y gruñidos barría el lugar. Caminaba por una senda de tierra, un camino lleno de piedras sueltas y algunos baches producidos por camiones pesados, o similares. El suelo estaba embarrado. 
Tras un centenar de metros, quizá, subí unos escalones de madera, entré en un recinto con tarima de madera y me sentaron bruscamente, una vez que me ataron las manos me quitaron la tela de la cabeza. 

Me encontraba en una especie de cabaña rústica, las paredes estaban tapizadas de  pizarras, tipo "vileda" con algunos nombres y apellidos. Me custodiaban unos tipos vestidos de verde-militar o de negro, grandes como armarios, que me miraban a cierta distancia de forma amenazante, con los brazos cruzados, uno de ellos masticaba un chicle. 
Tras unos minutos en silencio, se escucharon unos pasos fuera, luego unos golpes en la puerta a modo de llamada. Uno de los tipos que me custodiaba abrió la puerta y entró un hombre un poco más mayor que los demás, su mirada reflejaba la severidad y disciplina de un militar de alta graduación, acostumbrado a lidiar con una cadena de mando, cuyo eslabón más alto debía ser él. 

Me observó, me rodeó, se paró frete a mí y pasó unos instantes en silencio. Yo le miraba desafiante, a los ojos, esperando que comenzara a explicarme el porqué de la situación. 
Aburrido ya de aquello, cuando me encontraba a punto de hablar, él se adelantó. "Bienvenido al nuevo programa, secreto y experimental, de nuestro gobierno", dijo, "la FP de paternidad, que se sumará a los nuevos ciclos de FP de Tareas del Hogar y Banderillero, en un esfuerzo de nuestro gobierno de mandarnos a un pasado mejor. ¡VIVA ESPAÑA!". 

¿Cómo? No podía ser, debía estar siendo víctima de una broma. El tipo continuaba hablando, explicándome que en los próximos meses debía superar una serie de pruebas físicas y psicológicas, adquirir una serie de conocimientos mínimos para poder salir de allí. El programa era totalmente experimental, la zona muy aislada y vigilada por elementos armados. Tipos duros de lo más experimentado de nuestras fuerzas armadas.
No se me permitió preguntar, me golpearon y soltaron mis ataduras, me dieron una suerte de petate o bolsa, estilo militar y, a empellones, me sacaron del recinto, haciéndome rodar por el barro mientras el cielo soltaba un diluvio sobre mi. 

Tiré el petate contra uno de mis captores y eché a correr, casi a ciegas, derribando algunos de mis guardianes. Por todos lados comenzaron a sonar sirenas, a relucir cegadores focos y a escucharse cientos de voces y ladridos de perro. Me había convertido en la presa de una persecución. 


Corría en la noche, por caminos apenas visibles. Las ramas de los arbustos y árboles me arañaban la piel. Cada puñado de metros encontraba un terraplén, un río, un barranco. Las voces y ladridos me cercaban. Los músculos de las piernas me ardían, podía notar el sudor perlando cada centímetro de mi piel y la lluvia colándose por cada rincón, mientras, notaba como se cerraba el círculo a mi alrededor. 

Caí una vez más por un pequeño precipicio, rodando como una pelota, rompiendo ramas y amoratándome con cada salto. Tuve suerte de no partirme nada. Al final me detuve junto a un riachuelo. Me tomé unos segundos para orientarme, el corazón me latía como loco y en mis venas corría la adrenalina. Retomé mi carrera, parecía que estaba dejando atrás a mis perseguidores, cuando de pronto, se hizo la oscuridad. 


No sé cuanto tiempo estuve inconsciente. Uno de mis perseguidores se había adelantado y me esperó agazapado para golpearme y cortar, de raíz, mi desesperada huida. 
Al despertar, encontré otras personas dentro de aquella especie de cabaña o pabellón, vestidos con "monos-de-trabajo" de estilo militar. Se les veía demacrados y cansados. Algunos lloraban y otros se amontonaban junto a una chimenea en el centro de la nave. Nadie hablaba. 

Recorrí el lugar e intenté averiguar con algunos de ellos qué era lo que había sucedido, nadie sabía cuanto tiempo llevaba allí, no mucho, pero sí les había dicho que, al día siguiente, comenzaría la instrucción, la más dura que el hombre había conocido. No pude arrancar a nadie más ni una palabra de información, miré por la ventana, blindada por barrotes de hierro, hacia la noche oscura y lluviosa. No podía si no esperar el día. 

No había amanecido cuando nos sacaron del camastro. Me dolía todo. Prácticamente dormía sobre madera. Nos hicieron formar sobre el barro, en el exterior. Nuestros vigilantes vestían ropas negras, con chaquetas gruesas y boinas con una insignia en el lateral. Hacía mucho frío. Se escuchaba un río no muy lejos, unos cientos de metros más allá, se adivinaban muros de alambre y torres de vigilancia, parecía que no tardaría en amanecer. 

Pasaron lista, el primer apellido nada más. Las miradas de mis compañeros reflejaban la confusión de sus mentes, la misma confusión que me dominaba y aterraba. Se hizo el silencio. Sobre nuestras cabezas graznaron unas aves. Se escuchó un chirrio metálico y una luz cálida surgió de una de las cabañas. El jefé, podría decir, que me había explicado la noche anterior, surgió del recinto caminando pausadamente, de forma estudiada con las manos a la espalda.

Llevaba botas altas y un abrigo negro. Su boina era ligeramente diferente a la de los demás, sus galones lo diferenciaban, su rango. Caminó en silencio hacia nosotros, se paseó entre nuestras filas. De vez en cuando se paraba y miraba a corta distancia, a los ojos, parecía estar pasando revista. 

Se dirigió al frente de nosotros, susurró algo al hombre que tenía a su derecha y, con voz autoritaria, éste, gritó: "¡Firmes! ¡Ar!". Todos obedecimos. 
 




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